Regionales

El daño que hacen los aduladores a quienes los escuchan, suele ser letal

En la historia argentina seguramente habrán sido muchos los casos. Pero probablemente ninguno con el grado de notoriedad que tuvieron en el primero y segundo mandato presidencial del general Perón. Nos referimos a la obsecuencia.

El exceso superaba todo lo conocido hasta entonces. La rendición de pleitesía era casi una obligación cotidiana para la mayoría de sus adeptos. Se conocieron casos en que se hicieron esfuerzos sobrehumanos para batir récords en determinadas actividades laborales y deportivas que le dedicaban al general, esperando el reconocimiento oficial. Y ese reconocimiento invariablemente consistía en el otorgamiento de la «medalla de la lealtad», que generalmente era de oro. Es posible que algunas aún sean guardadas como reliquias sagradas. Otras, es probable también que hayan tenido el mismo destino de aquel «antiguo reloj de cobre» que hizo famoso un tango que cantaba Miguel Montero.
Pero aceptaba complacido esas expresiones populares, entendiendo que sus protagonistas materializaban el agradecimiento por todo lo que había hecho en beneficio de los trabajadores y de las clases humildes. Empero, no fue la misma actitud que tuvo, incluso con muchos de sus colaboradores más cercanos, la mayoría de flexibles columnas vertebrales a los que una vez calificó de «inútiles y chupamedias».
En el interregno de ese período hasta el 2003, y hablamos de los gobiernos democráticos, nada similar había ocurrido hasta el momento que Néstor Kirchner llegaba a la Casa Rosada. Conforme a lo que había hecho en el gobierno de Santa Cruz, también en el de la República se rodeó de muchos funcionarios que hicieron profesión de la más humillante genuflexión. Y a su muerte, Cristina Fernández -su viuda-, no sólo hizo lo mismo sino que lo llevó a niveles cercanos a la degradación humana. El «sí Cristina» era un coro donde nadie desentonaba. Hasta habían llegado a convencerla de que su gobierno era ejemplar y que hasta en las naciones más desarrolladas del mundo le tenían envidia. La realidad le dio una sonora bofetada al devolverla a la calle acusada de haber consolidado la corrupción que su difunto esposo había instalado y que actualmente cuesta tanto eliminar.
En la mayoría de las provincias ocurría algo similar, y la nuestra no fue una excepción. Mario Das Neves, que sorpresivamente llegaba a Rawson favorecido por la torpeza de la dirigencia radical, no necesitó que pasara mucho tiempo de haber tomado el bastón de mando, para poner de manifiesto que era el mejor alumno del mandatario oriundo de Santa Cruz y hasta podría decirse que lo superó, de acuerdo al volumen y gravedad de los hechos de corrupción y abusos de poder que la Justicia investiga y que ya tiene privados de la libertad a importantes funcionarios y empresarios de su más íntima confianza.
Aquí también el «sí Mario» era un coro que el viento patagónico extendía por todo el territorio chubutense. La genuflexión identificada con una cinta verde en las muñecas había llegado a límites inconcebibles que no solamente lo habían convencido de que era el mejor gobernador que había tenido la provincia, sino también que lo impulsaron para el gobierno de la República e integró la fórmula presidencial con el bonaerense Eduardo Duhalde. El resultado, como era imaginable, fue para el olvido. Algo que no sorprendió a nadie. Era una fija nacional, como diría un burrero.
Evidentemente, la vanidad y la tenencia de oídos prestos a las lisonjas ha sido letal para el kirchnerismo, y todo hace suponer que también podría serlo para el Chusoto. «La adulación es una moneda que empobrece al que la recibe» (Laura Juniot, duquesa de Abranto).
 
 

 

¿Querés recibir notificaciones de alertas?