Sr. Director:

LAS PLUMAS, UN PUEBLO LLENO DE MAGIA

Durante toda mi infancia, muchos de mis amigos y yo, hacíamos en repetidas ocasiones un viaje hacia el pasado...

por REDACCIÓN CHUBUT 01/10/2016 - 00.00.hs

 Después de pasar «Dolavon» se terminaba el asfalto y comenzaba un camino de tierra. Era como el fin de la civilización. Era entrar como en un túnel del tiempo, con suelos agrestes y difíciles, como dice el chubutense: «con mucho serrucho», hasta llegar a un lugar mágico donde estaba «Piedra Agujereada» y en la cima de la meseta estaba la gruta de la Virgen, un sitio realmente místico, donde el que no paraba se perdía de vivir una experiencia en la naturaleza pocas veces vivida por los viajeros de esos tiempos...

 

Mientras viajábamos pasábamos por pequeños caseríos llamados: Las Chapas, Laguna Grande, y llegábamos a Punta Rieles (Alto Las Plumas), donde terminaban las vías del tren que alguna vez se pensó que llevaría hasta Esquel. En el Alto Las Plumas había un hotel muy típico, donde en algún momento se debe haber albergado mucha gente de paso, por el tema del tren que pasaba por allí; un almacén de ramos generales, donde parecía que uno volvía cincuenta años atrás, con una barra de madera gigante, y algunas botellas que guardaban de épocas inmemoriales (ginebra Bols y caña hechas de cerámica). Había también unas mesas y sillas labradas antiquísimas. Al entrar, algunos parroquianos nos miraban con atención y querían saber de dónde veníamos y de qué familia procedíamos...

 

En ese lugar, alguna vez hubo, cuenta la historia, una escuela, un tanque muy grande de agua, y un galpón de 300 metros. Luego de comer y tomar algo propio del lugar, como ser costillitas de capón o milanesas de guanaco, partíamos siguiendo nuestro camino, sin saber que habíamos vivido parte de nuestra historia de Chubut, y proseguíamos la Ruta 25, donde empezábamos a divisar más adelante, llegando al Bajo Las Plumas, unas sierras de colores que parecían haber sido sacadas de algún otro lugar de nuestro norte argentino... Esos colores en las laderas le daban una magia especial al lugar, por las distintas tonalidades que le otorgaba su formación por varios minerales. Para los sureños era toda una novedad, un placer para la vista. Y así comenzábamos nuestro descenso hacia el Bajo Las Plumas, un lugar de cuento. Un pequeño pueblo que abrazaba al río Chubut, las coloridas mesetas y un hermoso valle, como si fuera un oasis en mi querida Chubut natal. Era un pueblo similar a los pueblos de España por la aridez, las mesetas, y ese valle encantado donde vivía gente de campo. Allí había un bar de la familia Popona, lugar increíblemente bello que en el medio del salón tenía un juego criollo, el del «sapo», con el que todo el mundo se divertía tratando de lograr el mayor puntaje al embocar las fichas. Allí también se contaban varias historias. Algunos decían que habían corrido un puma de algún campo, otros rememoraban lo que habrían sido en esa zona las peleas de los galeses contra los indios, y otros comentaban el haber encontrado muchos restos de flechas de indios de algún picadero cercano a su campo. Todas esas historias se entretejían en este sitio que para mi edad, en ese momento, parecían extraídas de un cuento. Y otro hecho era que en la estación de servicio funcionaba una bomba manual, propiedad de la familia Táccari, cosa que me llamaba muchísimo la atención. En el extremo de la otra punta del pueblo estaba el campo de los Gutiérrez, donde pernoctábamos con mi amigo y gran maestro de la vida, el sabio Cecilio Sepúlveda. En la mañana unos desayunos bien campestres con ese pan casero y esos dulces que guardaban los aromas del lugar. Ese campo era un sitio donde te atendían y te mimaban con comidas típicas de la zona, como el cordero patagónico. Los días durante esos viajes transcurrían sin que nos diéramos cuenta y cada lugar parecía un relato soñado de historias increíbles. Cada persona que conocíamos era un mundo, y en el camino de vuelta no hacía más que voltear mi cabeza mirando flamear la bandera argentina en esa escuela rural, saludándome y diciéndome junto al silbido del viento sureño: Hasta la vuelta viajero...

 

Diego Contrera

 

Trelew

 

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