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A 47 años de la muerte de Amaya, el periodista Jaime Rosemberg le rindió homenaje en La Nación

El autor del libro «Mario Abel Amaya, entre Tosco y Alfonsín» resumió en el histórico matutino los aspectos más salientes del docente, abogado y militante radical de Trelew. Hoy, EL CHUBUT comparte con sus lectores la nota del reconocido periodista. 

por REDACCIÓN CHUBUT 19/10/2023 - 00.00.hs

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A paso firme y con rostro preocupado, Raúl Alfonsín recorría lentamente los pasillos de la enfermería de la cárcel de Villa Devoto. En aquellos días de finales de septiembre de 1976, signados por el terror, la violencia y el miedo, el dirigente radical había llegado hasta allí en la búsqueda de Mario Abel Amaya, su referente en la Patagonia, detenido por la entonces flamante dictadura militar el 17 de agosto de aquel mismo año. El ministro del Interior, Albano Harguindeguy, su viejo camarada en el Liceo Militar, lo había autorizado a visitar la cárcel en medio de la cacería que aquella gestión había lanzado contra opositores políticos al régimen de facto que encabezaba Jorge Rafael Videla.
Mario Abel Amaya, abogado de presos políticos y muy cercano a Raúl Alfonsín, murió el 19 de octubre de 1976, a los 41 años, tras ser detenido y torturado por la dictadura militar.
-!Raúl, Raúl! Le gritó Amaya con un hilo de voz. Sorprendido, Alfonsín se volvió hacia él. Había pasado a su lado y no lo había reconocido. Los vejámenes y las torturas habían dejado huellas indelebles en Amaya, que a sus 41 años pasaba lo que serían sus últimos días, antes de convertirse en un mito para la historiografía del radicalismo, y sin llegar a ver a su jefe político, triunfante en su llegada a la Casa Rosada, el 10 de diciembre de 1983.
Aquel 19 de octubre de 1976, hace 47 años, moría Amaya, armador político del alfonsinismo en la Patagonia, diputado nacional por Chubut hasta el día del golpe militar, abogado de presos políticos e integrante de la revolución desarmada en la búsqueda del retorno a la democracia que Alfonsín llevó adelante en aquellos años de plomo. Amaya transitó su vida pública siempre lejos de la tentación de la violencia que abrazaron organizaciones armadas como Montoneros y el ERP, esta última conformada por dirigentes que provenían de familias radicales, como su propio líder, Mario Roberto Santucho, con quien Amaya tuvo sin embargo una relación estrecha.
Dirigente estudiantil en la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Córdoba, conmovida por la pelea entre Laica o Libre a fines de la década del cincuenta, Amaya comenzó a representar a presos políticos ante los sucesivos regímenes militares que vivió el país. Según cuenta Carlos Maestro, ex gobernador de Chubut y también joven abogado a principios de los setenta, «Amaya defendía gratis a aquellos presos políticos que no tenían dinero para una defensa. Era un idealista, defendía las causas perdidas y eso le trajo problemas», asegura.
En Córdoba conoció a Agustín Tosco, el líder de la lucha gremial de Luz y Fuerza, fundador de la CGT de los Argentinos, y que se haría conocido por encabezar la revuelta sindical y estudiantil conocida como «El Cordobazo», que en 1969 decretó el principio del final del gobierno militar de Juan Carlos Onganía. Junto con Hipólito Solari Yrigoyen, otro abogado radical, Amaya defendió a Tosco en sus sucesivas entradas en prisión, hasta su muerte en la clandestinidad, en 1975, a sus 45 años.
Si los militares ya lo tenían en la mira por estas conexiones, la cinematográfica y violenta fuga de los presos de la cárcel de Rawson, en agosto de 1972, terminó por convertirlo en enemigo declarado. Su involucramiento en las negociaciones con los guerrilleros fugados de esa cárcel de máxima seguridad -que terminaron asesinados días después- fue decisivo para su destino final, ya que desembocó en ataques sucesivos y despiadados por parte de la dictadura militar con detenciones prolongadas en condiciones poco compatibles con su asma crónico. Vejámenes sin garantías que, finalmente, terminaron costándole la vida.

 

MILITANCIA RADICAL
Nacido y criado en la despoblada Patagonia de los años treinta y cuarenta, Amaya se acercó a la UCR cuando el peronismo hegemonizaba el poder y la sociedad. Primero bajo el liderazgo de Ricardo Balbín, Amaya se sintió poco después atraído por el carisma y el discurso de Alfonsín, quien lo arropó y le dio un lugar de privilegio en la estructura partidaria. Leal a su jefe político, Amaya fue uno de los intermediarios en el encuentro secreto que Alfonsín y Santucho sostuvieron a fines de 1975, cuando el gobierno de Isabel Perón tambaleaba entre la violencia política y el caos económico.
Con los ojos vendados, Alfonsín, Amaya y Raúl Borrás subieron a un auto en el barrio de Caballito y llegaron a una casa «protegida» del conurbano bonaerense dónde los esperaba Santucho. Acompañaban al líder guerrillero Domingo Menna y Benito Urteaga, que había militado en la UCR en defensa del gobierno de Arturo Illia.
Entre mates y recuerdos compartidos -el padre de Urteaga también había militado en la UCR, y el propio Santucho recordó a su abuela y padre, ambos radicales- el hombre más buscado por el Gobierno de Isabel y la Triple A advirtió a Alfonsín sobre la inminencia del golpe. Y le anticipó que suspendería las acciones armadas a fin de dar aire al gobierno peronista, que tenía ya escaso sustento, pero al que Alfonsín prefería antes que una salida antidemocrática. Su interlocutor, él sí partidario de la violencia extrema, líder de su pretendida «guerra revolucionaria argentina y latinoamericana» terminaría acribillado por los militares meses después del golpe.
Amaya, o «el petiso» como lo conocían todos, entabló de la mano de Alfonsín una relación entrañable con los jóvenes que habían fundado la Junta Coordinadora en 1968. Luis «Changui» Cáceres, Leopoldo Moreau, Federico Storani, Marcelo Stubrin, Jorge Ferronato y Enrique «Coti» Nosiglia fueron algunos de los entonces jóvenes que vieron en él un ejemplo de lucha contra los gobiernos militares y honestidad intelectual.

 

EL LEGADO DE LA DEMOCRACIA
Como diputado nacional, elegido en 1973, Amaya sostuvo el vínculo con esos jóvenes, que formarían parte del gobierno de Alfonsín, a quienes aconsejaba no seguir el camino de los grupos guerrilleros y sostener la bandera del retorno a la democracia por vías pacíficas.
«Cuando yo lo conocí, Amaya era un auténtico demócrata, repudiaba las armas y se oponía fuertemente a quienes ponían bombas, como los Tupamaros en Uruguay, decía que ese no era un método razonable. Se sentía obligado a defenderlos, y lo hizo con todo gusto, aunque no coincidiera con ellos. Más adelante, cuando volvió la democracia, no podíamos concebir que en un gobierno democrático se pusieran bombas, pasaran a la clandestinidad o atacaran un cuartel. Y eso era enseñanza de Amaya, y de Alfonsín, claro», recuerda Ferronato.
Sospechado por los militares de «cómplice del terrorismo marxista», Amaya fue secuestrado de su casa de Trelew por tres policías de civil, en la madrugada del 17 de agosto de 1976, el mismo día que también fuera secuestrado Hipólito Solari Yrigoyen, también radical y abogado de presos políticos. Su madre, Ana Rosa Gatica, lo despidió entre empujones y llantos. Sería la última vez que lo vería.
El 21 de octubre de 1976, en el cementerio de Trelew, Alfonsín, entonces líder de Renovación y Cambio, proclamó que despedía «a un hombre con convicciones democráticas, que luchaba contra cualquier dictadura, en contra de todos los totalitarismos, sin importarle el signo ideológico que pudiera tener». Los restos de Amaya descansan, desde hace años, en el cementerio de Luján, una pequeña localidad a 90 kilómetros de la capital de San Luis, junto a los de su madre y su familia, lejos de las tempestades políticas que terminaron con su vida.

 

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