OPINIÓN

Abrazame, emocioname, besame, matame

Por Luis García Valina.

En un momento, una mano empuñando un revólver aparece de entre la multitud que rodea a Cristina Kirchner. Los periodistas, luego, afirmarán que hasta se puede escuchar el click del gatillo, accionando sobre la recámara vacía. La vicepresidenta ha salvado su vida, el agresor es detenido por la custodia y la atención pública ahora está puesta en este evento, exclusivamente, obsesivamente. Las preguntas se multiplican y se cruzan. ¿Fue realmente un atentado o fue un elemento en una operación de bandera falsa con diferentes propósitos? ¿O se trató en realidad de un tirador solitario, un desequilibrado mental que reaccionó al clima político imperante? Si fue así, ¿qué hay de político en esto?

 

La discusión sobre el carácter político de este hecho es, pasados un par de días, un tanto abstracta. El gobierno lo convirtió en un evento político al decretar un feriado y convocar a una manifestación « en defensa de la democracia ». Creo, sin embargo, que hay una diferencia entre un atentado político perpetrado por una organización criminal como parte de una agenda política y un intento de asesinato por parte de un loco. No creo que sea suficiente con decir que el clima de odio imperante, motorizado por la política, genera las condiciones para validar socialmente esas conductas.

 

Es cierto que la distinción entre lo que cuenta como político y lo que cuenta como no político es ella misma una distinción política. Siempre estamos corriendo la línea. Las feministas que lucharon contra la violencia doméstica lo sabían perfectamente. Querían discutir la violencia doméstica como parte de una agenda pública, y no dejarla al amparo del escrutinio público bajo la cáscara protectora de las relaciones familiares. Rosa Parks tomó el colectivo « equivocado » y ese fue un acto político; pero fue su recepción lo que lo convirtió en tal.

 

Buena parte de la discusión sobre la justicia procede sobre los carriles de lo que debería ser considerado público, y examinado consecuentemente; y lo que no. Los crímenes perpetrados durante la cuarentena no son objeto de escrutinio público; los asesinatos por parte de las fuerzas policiales han sido olvidados; el sacrificio de miles de personas por la decisión de rechazar las vacunas de Pfizer en favor del proyecto ruso no ha quedado en la retina de casi nadie. ¿No podrían ser, eventualmente, el objeto de un escrutinio público? Seguramente.

 

De todos modos, esa discusión ya pasó. El evento está en el centro del debate público, y no me parece que esté mal, de todos modos. Pero aún así, el gobierno y sus simpatizantes hacen algo más; no están diciendo simplemente que « lo personal es político »; no están diciendo que vivimos en una sociedad violenta y que esto que pasó es el resultado de esa sociedad violenta. Están diciendo: « hay un clima de odio que genera estos comportamientos, y la oposición y los medios son los responsables ».

 

Diana Maffia, por ejemplo, lo expone en este tuit:

 

Este es el enmarcado mediante el cual el gobierno intenta capitalizar este evento a su favor. Esta es la narrativa maestra que se encuentra en la base del relato populista. « Ellos nos odian, nosotros sólo amamos ». La imputación vaporosa y general del discurso de odio permite identificar claramente a los agresores: la oposición y los medios, pero deja sospechosamente vacío el contenido. ¿Cuáles son los ejemplos de discurso de odio que podrían mencionarse para proceder a la acusación de que los medios y la oposición son responsables del clima imperante? ¿Decir que la vicepresidenta debe ser condenada por sus delitos? ¿Afirmar que el kirchnerismo es la cepa más perniciosa que ha generado el peronismo y que debería ser erradicada en las urnas? ¿Sostener que este gobierno ha fracasado en todo lo que se ha propuesto y es probablemente el punto más bajo de una sucesión, por lo demás bastante poco meritoria, de administraciones políticas desde la recuperación de la democracia?

 

Pero armar tribunales populares para enjuiciar periodistas, haciendo que los niños escupan figuras de periodistas, se parece a un discurso de odio, por lo menos en esta acepción intuitiva; quemar una figura del presidente en ejercicio en un acto público, también; pegar carteles con la imagen de ministros del gobierno de Cambiemos con la consigna « se busca cuerpo sin vida » pareciera que también. Dicho de otra manera: si hiciésemos una lista de ejemplos de « discursos de odio », ¿qué fuerza política podría contar con más ejemplos en su haber?.

 

El problema con la categoría de discurso de odio es que es tan imprecisa que solo sirve como arma política. En otros países denota discursos concretos. El discurso racista es discurso de odio; el antisemita, lo mismo; el homofóbico, igual. Acá equivale a una acusación general que se ajusta como un guante a, no casualmente, los adversarios políticos. Y eso es antidemocrático, porque en el fondo el resultado de esta operación debería ser que la oposición dejara de participar, tout court, en la discusión.

 

Que vivamos una situación política y social en la que el odio adquiere un lugar central resulta de una operación narrativa que fue explícita desde el comienzo de este ciclo político. Veinte años insistiendo en que la sociedad estaba dividida en dos: el pueblo y la puta oligarquía; veinte años repitiendo el mantra de que el pueblo solo ama a su líder y la oligarquía odia al pueblo (y a su Líder); veinte años jugando con el fuego de las emociones políticas más destructivas.

 

Visto desde esta narrativa, el intento de homicidio a la vicepresidenta no deja de ser, para el gobierno, una desgracia con suerte, porque funciona como la demostración última de que todo lo dicho era, al final, real. Ahí está el revolver, casi saliendo desde detrás de la cámara. Ahí el pueblo, abrazando a su líder. La oscura facción del odio de los medios y la oposición intentando romper la comunión vital entre el pueblo y la Líder. Casi lo logran, si no fuera porque el tirador desconoce las reglas elementales del uso de armas de fuego, como tirar de la corredera para poner una bala en la recámara, por ejemplo.

 

Pero es cierto que hay un clima de odio. Y esto es así porque se trata de un rasgo elemental de la convivencia humana. La política existe como actividad distintiva porque existe el odio. Es increíble tener que recordar esto, especialmente cuando hemos sido adoctrinados durante tanto tiempo en que todo es política y todo es poder; y que las reglas en realidad son el resultado de pulsiones sociales profundas. Si, es exactamente así. La política reemplaza a la guerra pero no elimina el odio; lo gestiona, lo vuelve pacífico y, con suerte y con tiempo, lo reconduce hacia fines socialmente productivos. Lo mismo que el deporte, canaliza el deseo de aniquilación del adversario. El modelo de democracia populista de Chantal Mouffe lo dice casi explícitamente, y es curioso que la hayan olvidado sus mejores alumnos.

 

El odio no puede ser eliminado de la sociedad, sólo puede ser atemperado y canalizado. Por eso, las sociedades que han prosperado han encontrado un freno a la pulsión destructiva en el principio de legalidad. La ley frena el deseo de destrucción y nos saca de la condición de guerra permanente, como una valla frena el desborde social. La misma ley que hoy pone a la vicepresidenta en el banquillo de los acusados. Y ese es, acaso, el fondo del problema.

 

En realidad, la cuestión sigue siendo la misma desde hace décadas. Un país al margen de la ley o la vigencia del principio de legalidad.

 

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