Fin de Semana

“La imagen electrónica diferente”

Esta obra es Cecilia Karina Vertiz y fue seleccionada como una de las mejores en el Concurso Literario de Aventuras y Ciencia Ficción, organizado por la Asociación Educación y Valores de Chubut, con el auspicio de diario EL CHUBUT.

 

por REDACCIÓN CHUBUT 13/08/2021 - 23.19.hs

La imagen electrónica diferente

 

Siempre era un motivo de alegría recibir al Tío Albert, un hombre muy inteligente e interesante. Un hombre abocado a la ciencia y que además amaba profundamente a sus sobrinos. Esta vez les había traído de regalo: su último desarrollo del que pensaba sería útil para aquellos niños.

 

Amelia y Tadeo eran dos hermanos, se llevaban poca diferencia de edad. Ella tenía dieciocho y él dieciséis y medio. Habían sido criados y educados en una familia tan conservadora como prejuiciosa, muy típica por entonces de aquel pequeño pueblo alejado de la gran ciudad. En aquellos años de la década del ochenta tanto la religión como la tradición eran considerados valores indiscutidos. Amelia y Tadeo eran cada uno de diferente preferencia sexual. Pero ellos, a pesar de las reglas y los límites impuestos, nunca perdían las esperanzas de ser libres y felices.

 

Cumplían lo mejor que podían sus roles de hijos. Ya que su padre y jefe de familia, se encargaba de dejar bien en claro cómo debía ser todo. Desde lo importante hasta lo insignificante y como buen observador que era, sabía perfectamente las desviaciones sexuales de sus hijos. Pero que supiera no significaba que lo aceptara. ¡No!, bajo ningún término permitiría lo que consideraba semejante aberración.

 

A diario, Amelia y Tadeo, eran enviados, por su padre a una vieja habitación, en la que además del frio y humedad había un sórdido silencio. Por orden de él mismo, debían pasar dos y hasta tres horas diarias en ese cuarto, “castigados”. Insistía en que debían reflexionar y rezar. Los obligaba a mirarse detenidamente en el espejo para cambiar sus ideas y sus gustos. Pero lo que él no no sabía era que, durante aquellas horas diarias de castigos, los hermanos las habían transformado en furtivas horas de recreación y jolgorio porque habían descubierto que el regalo del tío Albert era otro espejo, uno cuyos adelantos tecnológicos les permitía verse tal cual eran; Tenía pequeños botones y teclas. No reflejaba como el anterior, sino que parecía tener un sensor que identificaba el interior de cada persona y la vestía con ropa de moda de la época que seleccionaran mediante un teclado especial que se hallaba en el margen derecho del espejo. Aquel extraordinario prototipo había pasado de observar la cruda realidad a ser el cómplice de sus rostros felices. Un cómplice perfecto que nunca contaría las imágenes de una sonriente Amelia vestida de traje y corbata o el reflejo de un muy interesante Tadeo de labios carmín y brillos por doquier. El maravilloso espejo, con cualidades tecnológicas increíbles, todo lo veía, todo lo oía y claro: todo lo sabía.

 

Así transcurrían los días de castigos para estos dos hermanos. La mayoría del día frustrados por las reglas, pero con la gran recompensa del recreo para el alma que era aquel par de horas de penitencia transformada en aventuras. Pero todo cambió aquel día que el padre irrumpió de repente en aquella habitación, sin dar tiempo a los hermanos ni al espejo de ocultar la alegría del momento.

 

El jefe de familia no pudo tolerar ver a Amelia como un elegante caballero de película y a Tadeo como la más agraciada modelo en traje de baño. Fue entonces cuando cegado por su indignación, tomó un viejo martillo que yacía sobre una cómoda y lo aventó con todas sus fuerzas sobre el espejo, el que se partió en cientos de pedazos.

 

Cuando el estallido cesó y cayó el último fragmento al piso, Amelia y Tadeo desaparecieron de inmediato ante los ojos desconcertados de su padre quien no lograba comprender que había ocurrido. La última imagen guardada en su retina había sido la de sus hijos en total estado de felicidad. Fueron segundos de silencio transformados poco después en profunda angustia.

 

Tal vez ya no importara la incomprensión más que el hecho de sus ausencias. Lentamente se acercó a los restos esparcidos del espejo sobre el suelo, con ambas manos cubriendo su boca, mostró un gesto de miedo, asombro y culpa, Se acercó a aquellos pedazos, y con desesperación comenzó a reparar lo que quizás fuera irreparable. Pudo apreciar, luego de reunir la mayoría de aquellos diminutos trozos y de armar aquel rompecabezas de cristal, aquella última imagen, la de sus hijos plenamente felices, libres, siendo indefectiblemente ellos mismos, sin nada que disimular.

 

 

 

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